domingo, 16 de fevereiro de 2014

Mi pueblo y los 'señores del paño'




        
          Prádanos de Ojeda, un municipio con apenas 21,35km², es un pueblo o localidad de la provincia de Palencia, y uno de sus numerosos y pequeños municipios (191), de los cuales más de la mitad son villorrios o poblachos con menos de 200 habitantes. Situado en el tramo inicial de la comarca de La Ojeda, a escasos 5km de Herrera de Pisuerga y a 3km de Alar del Rey, con quienes se limita al sur/sureste del famoso portón de la Montaña Palentina, el vecindario pradanense ya tuvo sus años de esplendor y de importancia regional. Según relatos de la época (siglo XVII), se instituyó en Herrera una cofradía gremial de oficiales  para beneficiar  lanas y pieles (gado ovino) bajo el patronazgo de san Juan Bautista, con sede en aquella ciudad y con diversas representaciones puntuales en los pueblos localizados a su alrededor (Prádanos de Ojeda, Ventosa, Villameriel, Sotobañado etc). Con el transcurrir de los años, Prádanos pasó a ejercer la hegemonía textil de la región junto al río Pisuerga (hasta 1920), de hecho y de derecho, así como de la producción de paños milenos, burieles, blanquetas y pardillos. En 1746, llegó a contar 10 telares con 30 maestros y 150 aprendices que producían 750 piezas por mes. En 1751 contaba con un plantel bastante sofisticado para la época y el número de operarios llegó a casi 500. En 1777, en tiempos del rey ilustrado Carlos III de España (1759-1788), Prádanos de Ojeda se transformó en un pequeño parque industrial con 30 telares y un número considerable de apartadores, hilanderas, peinadoras, cardadoras, pisoneros y bataneros que llegaron a fabricar 2000 paños milenos, 1000 paños burieles y 350 paños pardillos (por mes), todos con 34 varas (= equivalente a 31m de longitud). Algo impensable en aquel momento histórico, lo que se tornó aún más transcendente y visible con la construcción del Canal de Castilla en Alar/Nogales, y poco después con la implantación del ferrocarril Alar-Valladolid. Fue una época de presencia y visibilidad nacionales para nuestro pueblo que se emulaba con las mayores localidades provinciales debido a la exportación de paños y tejidos para las diversas regiones de la cornisa cantábrica (Galicia, Asturias, Cantabria) y, evidentemente, para Castilla y León, zonas de confluencia lanera en el norte de España. En 1826, Prádanos de Ojeda se destacaba en el valle de La Ojeda por sus fábricas de paños milenos y burdos; poseía un batán (molino de harina) de 8 mazos y 2 ruedas. El pueblo, según nos dice Pascual Madoz (1806-1870), por esta época contaba con 340 casas y unos 1.141 habitantes, 1 escuela (100 ‘niños’ y 28 ‘niñas’) y una iglesia con 2 tenientes de cura (auxiliares o vicarios) y 2 beneficiados (con derecho a rentas), haciendo justicia al dicho segoviano: ‘curas y taberneros son de la misma opinión, cuantos más bautizos hacen más pesetas al cajón’. Contaba también con 2 canteras de piedra. Sin embargo, estos números del ‘gran diccionarista’ pamplonés son muy discutibles e imprecisos… Hay documentos diciendo que Prádanos de Ojeda llegó a contar con 1.242 a principios del siglo XX.
         Para hacerse una idea de la importancia textil de nuestro pueblo, basta decir que, durante los siglos XVII/XVIII, sólo la pequeña ciudad de Segovia era el centro textil más importante de la península Ibérica, especializada en paños de calidad, con un sistema de organización empresarial conocido como ‘verlagssystem’ = el ‘señor del paño’ (a veces reconocido como ‘mercader hacedor de paños’) encargaba las diferentes fases de producción a distintos maestros del gremio para que elaborasen el producto en sus respectivos talleres. Al final, el producto ya acabado volvía a las manos del ‘mercader hacedor de paños’ que buscaba compradores en los mercados nacionales y extranjeros. En realidad, no había ‘edificios industriales’ o fábricas: los telares eran pequeños talleres distribuidos por los arrabales de los pueblos. Sin embargo, cabe destacar los famosos ‘tiradores’ = espacios cubiertos utilizados para secar las lanas en las viviendas dedicadas a la industria textil rural. Fue la gran disponibilidad de materia prima próxima que propició la existencia de estos centros rurales para la producción de paños de lana en todas las provincias de Castilla y León. En casi todos estos lugares se producían tejidos toscos para una clientela cercana y sin grandes exigencias. En pleno siglo XVII, se contabilizaron 961 telares en Burgos, 789 telares en Palencia y 665 telares en Segovia, siendo los bajos costos de la producción junto a precios irrisorios la clave de su difusión. Prádanos de Ojeda fue uno de esos centros rurales con 30 telares y 500 operarios (as). Y no dejaba nada a deber a otros centros castellanos  de renombre ej.: Val de San Lorenzo/León, un centro textil de primer orden en la elaboración de paños burdos. En 1920, algunos vecinos de Béjar/Salamanca (después de robar/plagiar el proceso textil de los palentinos) instalaron la primera fábrica con maquinaria moderna en aquel pueblo, en cuyo centro la artesanía se consolidó en tejer paños bastos con una urdimbre de 1.400 hilos. La nueva tecnología de hilar y cardar fue adquirida de la casa belga Cockrill/Lieja. La suerte de Béjar estuvo en firmar una contrata con las Reales Guardias Españolas y Walonas (militares extranjeros), consiguiendo penetrar en el ‘misterioso’ mercado militar. Pascual Madoz (1806-1870), resume el declive de la industria textil rural: la crisis del sector lanero se instaló en Castilla y León por falta de inversiones necesarias para modernizar permanentemente nuestro parque lanero, o también porque no supo vencer la dura competencia con maquinaria y productos venidos de fuera, además de una infinidad de otros factores recurrentes. Todos ellos sumados, condenaron al olvido las ‘fábricas textiles rurales’, en otros tiempos bastante florecientes. Hoy, donde hubo fábricas textiles, surgen museos y ‘centros de interpretación’, lanzando definitivamente los telares y máquinas textiles de otros tiempos a las páginas nebulosas de la historia. En Prádanos de Ojeda, un museo temático no estaría descartado…      
         Nuestro pueblo, en tiempos pasados (sobre todo entre 1860-1920), fue la gloria singular de Palencia, y como el resto de la provincia tuvo orígenes vacceos = según consta, ‘el pueblo más culto entre las tribus celtíberas, con prácticas agrarias avanzadas y  poderosa organización militar’. La actual provincia de Palencia -este topónimo tendría origen celta con el significado de ‘cerro amesetado’; o como prefieren otros, ‘río o valle ancho’- y sus 191 municipios están muy bien y heroicamente representados en el escudo oficial de la provincia con sus dos mayores símbolos históricos: la ‘cruz de la victoria’ en fondo azul (de esperanza, de gloria, de futuro) otorgada por Alfonso VIII a don Tello Téllez de Meneses en nombre de todos los palentinos que lucharon con él en la batalla de Las Navas de Tolosa (1212), y el castillo en fondo rojo (de lucha, de sangre, de persistencia) con tres almenas, símbolo mayor de nuestro origen, grandeza y valentía intrínsecamente castellanos. La provincia de Palencia y casi todos sus municipios, incluso Prádanos de Ojeda, cuenta con un patrimonio histórico-artístico que hace justicia a la importancia que tuvo en la Historia de España. La ciudad de Palencia junto con todo su territorio (8.052km²), así como la mayoría de las ciudades y pueblos de Castilla y León, se originó de asentamientos celtíberos  prerromanos. Los rastros más evidentes de la romanización del territorio palentino está en una serie de puentes y castros históricos diseminados por toda la provincia ej.: el puente que da acceso a la isla del Sotillo, en la capital; fue restaurado y remodelado diversas veces. En la Hispania visigoda, la diócesis de Palencia era sufragánea del arzobispado de Toledo, y la ciudad fue sede de la corte de los reyes visigodos. Desde el siglo IV hasta la invasión árabe, la diócesis de Palencia fue la ‘más importante de España’ tras la de Toledo = capital del reino y centro de mantenimiento de la religión católica.     
             La prosperidad económica del siglo XVI con la conquista del Nuevo Mundo convirtió a Palencia junto a Burgos, Valladolid, León y Salamanca, en el corazón demográfico y financiero del imperio Español, ‘en donde nunca se ponía el sol’. Si bien esta frase nos tenga costado ‘sangre, dolor y lágrimas’, además de mucho dinero y vidas humanas. Entretanto, este esplendor duró poco tiempo, pues el siglo XVII fue una época de sucesivas crisis económicas, incluso más tempranas y profundas que en la Europa occidental y países del Mediterráneo. En su primera mitad aparecieron serios problemas demográficos: cruentas epidemias y pestes (¡se repitían periódicamente!), muchas veces coincidiendo con épocas de carestía y de hambre ej.: Sevilla perdió a causa de una peste 60.000 de sus habitantes (1647). La expulsión de los moriscos (1609) ya había afectado terriblemente a varias regiones españolas ej.: Valencia y Aragón, pues supuso la pérdida entre 3 y 5% de la población española. Las frecuentes guerras exteriores y el aumento desmesurado del clero y Órdenes religiosas provocaron un grave descenso en la tasa de natalidad. Estas crisis económicas golpearon con mucha más fuerza a Castilla y León y, consecuentemente, a Palencia y sus merindades extremamente dependientes de la agricultura familiar y de los rebaños de ovejas. Así, a la decadencia de la agricultura, agravada por la expulsión morisca y muerte de muchos labradores a causa de las repetidas epidemias, carestías y hambres, se juntó la crisis de la ganadería lanar (ovina), pues encontraba graves dificultades de exportación. En este caos generalizado, la industria fue incapaz de competir con los productos extranjeros, entrando el comercio también en colapso: la competencia francesa en el Mediterráneo y la inglesa y holandesa en el Atlántico, agravaron una coyuntura marcada por el creciente autoabastecimiento de las Indias occidentales y agotamiento de las minas americanas. La crisis comercial contaminó la circulación monetaria (envilecimiento y devaluación), empeorada por las políticas incorrectas y desastrosas de los gobiernos de la época. En consecuencia, la sociedad española de todas las clases estamentales vivió un proceso de empobrecimiento, principalmente de su campesinado, la mayor parte de la población activa. Y no sólo del campesinado, también de la burguesía y clase media española. Para empeorar la situación, aumentó numéricamente el grupo social improductivo con la nobleza y el clero en uno de los extremos, y los marginados (pícaros, mendigos y vagabundos), en el otro. En esa España al borde del abismo, aún conseguía imperar una mentalidad social increíble: el desprecio al trabajo por parte del hidalgo ocioso y del pícaro mendicante, convertidos en arquetipos sociales de la España barroca.
         En ese medio tiempo, causó profunda aprensión en toda Castilla y León el esfuerzo militar ante las continuas guerras europeas, principalmente en relación a la Guerra de los Treinta Años (1618/48). En España quedó más conocida como Guerra de los Ochenta Años, contra los rebeldes de las Provincias Unidas de los Países Bajos (holandeses), y los sacrificios impuestos a Castilla por la Unión de Armas, proyecto político del conde-duque de Olivares, valido del rey Felipe IV: ‘todos los reinos, estados y señoríos de la monarquía hispánica contribuirían en hombres y en dinero a su defensa, en proporción a su población y a su riqueza’. En este caso, Castilla contribuiría con  46.000 soldados, en cuanto Nápoles, Cataluña y Portugal aportaban cada uno apenas 16.000 combatientes, además de contribuciones menos expresivas de las otras regiones, totalizando un ejército de 140.000 alistados. En realidad, como escribía Francisco Quevedo, la España propiamente dicha ‘se compone de tres coronas: de Castilla, Aragón y Portugal’. Con el transcurso del siglo, la monarquía hispánica impuesta por los Reyes Católicos y sucesores fue ‘agregando diversos reinos, estados y señoríos’ en Europa y América hasta convertirse en la monarquía más poderosa de su tiempo. Pero esos ‘reinos, estados y señoríos’ se integraban bajo la fórmula aeque principaliter = eran entidades distintas, y conservaban sus propias leyes, fueros y privilegios. El rey católico no tenía los mismos poderes en sus estados: en Castilla, por ejemplo,  gozaba de amplia libertad de acción debido a la debilidad de las cortes castellanas tras la derrota en Villalar (1521), pero en los demás estados (Aragón y Portugal) estaba considerablemente limitada por las leyes e instituciones propias. Por este motivo, Castilla se vía obligada a suportar la mayor carga de los gastos de la monarquía, aunque en compensación la inmensa mayoría de los cargos eran ocupados por la nobleza castellana. John H. Elliott comenta esta situación: ‘los castellanos, al conquistar las Indias y reservarse los beneficios para sí mismos, aumentaron su propia riqueza y poder en relación a los otros reinos y provincias de la monarquía hispánica’. Formaban el núcleo central de la monarquía, lo que acabó avivando la identidad distinta y el sentimiento de superioridad de Castilla, sobre todo después que Felipe II fijó en Madrid la sede definitiva y permanente de su corte.      
            En esta aula de Geografía e Historia de España, hago cuestión de resaltar un asunto relevante: a principios del siglo XVII, Castilla y León -de aquí salieron los hombres y los impuestos que Carlos I y Felipe II necesitaron para construir su hegemonía política en Europa- ya no eran los mismos del siglo anterior. En verdad, Castilla y León ‘estaban exhaustos, arruinados, agobiados después de un siglo de guerras casi continuas. Su población había mermado en proporción alarmante; su economía se venía abajo; las flotas de Indias que llevaban la plata a España llegaban muchas veces tarde, cuando llegaban, y las remesas tampoco eran las de antes. En comparación con Castilla y León, las coronas de Aragón y Portugal habían conservado su autonomía interna, protegida por sus fueros y leyes, limitando el poder del rey’, según nos cuenta Joseph Pérez (1931…), un historiador y hispanista francés. A este respecto, Francisco Quevedo nos dejó estos versos de fina ironía: ‘en Navarra y Aragón/ no hay quien tribute un real. / Cataluña y Portugal / son de la misma opinión. / Sólo Castilla y León/ y el noble pueblo andaluz/ llevan a cuestas la cruz’. La situación económica de Castilla y León estaba tan confusa que los tercios españoles (unidad militar) en lucha contra los holandeses se amotinaron en diversas ocasiones por no recibir sus pagas. En realidad, el aforismo multa regna, sed una lex (‘muchos reinos, pero apenas una ley’) exigía el cumplimiento de las leyes de Castilla. El conde de Olivares aconsejaba a Felipe IV (1624): ‘trabaje y piense por reducir estos reinos de que se compone España al estilo y leyes de Castilla, sin ninguna diferencia, que si V.M. lo alcanza será el príncipe más poderoso del mundo’. Y en determinada ocasión el Consejo de Castilla así se manifestara: ‘no es justo que todo el peso y carga caya sobre un sujeto tan flaco y tan desuntanciado’, como Castilla y León. Y esto era tan verdadero que no se entiende el comportamiento de los castellanos, pues increíblemente ‘creían que estaban más poblados y eran más ricos de lo que eran en realidad’, idea compartillada también por el conde de Olivares, aunque según comentarios de John H. Elliott, ‘si existía en España un hombre preparado para luchar contra los enormes problemas del momento, ese era el conde de Olivares’. Apenas castellanos y leoneses vivían en un mundo irreal.
              El proyecto Unión de Armas buscaba aliviar la carga fiscal que recaía sobre Castilla y León, aunque en las entrelíneas se buscaba sobre todo preparar el terreno para unir (¡?) todas las provincias a través de la cooperación militar. El confesor del rey, fray Antonio de Sotomayor, calificó el proyecto del conde de Olivares como ‘único medio para la sustentación y restauración de la monarquía’. Pero la idea no cuajó entre los estados no castellanos, conscientes de que deberían contribuir regularmente con tropas y dinero. En la opinión de Joseph Pérez ya citado, el proyecto  en cuestión ‘era demasiado fuerte para ser acepto sin resistencia por reinos y señoríos que habían disfrutado desde siglo y medio de una autonomía casi total’. Sin duda, el propósito de criar una nación unida y solidaria era extraordinario, pero venía demasiado tarde, y resultaba difícil para las provincias no castellanas participar de una política que estaba hundiendo económicamente a Castilla y León y, principalmente, porque aquellas mismas provincias a quienes se pedía socorro militar y financiero no habían tomado parte ni en los provechos ni el prestigio que aquella política claudicante reportó a las gentes de Castilla y León, si es que los hubo efectivamente, lo que con certeza nunca aconteció. Los campesinos poco o nada lucraron con las políticas de los últimos gobiernos monárquicos. Por eso, las reacciones surgieron de todas las partes. Hubo quien dijese: ‘¿ese Olivares pretende que todas las coronas y reinos de Aragón se conformen a la de Castilla, a pesar de los fueros y privilegios de aquellos reinos?’. O como decía otro: ‘¿quiere que Castilla y Aragón sean una misma corona, leyes y moneda?’. La declaración de guerra de Luis XIII de Francia a Felipe IV llevó los combates a Cataluña: diversos conflictos (auténticos o inventados) entre el ejército real (compuesto por mercenarios de diversas ‘naciones’, incluso castellanos) y la población local, a propósito de alojamiento y manutención de las tropas, irritó profundamente al conde de Olivares ya harto de los catalanes en citar sus propias leyes: ‘si las constituciones embarazan, que lleve el diablo las constituciones’. Peor que eso: hasta hoy los españoles están hartos de los catalanes, pues Cataluña siempre fue una piedra en el zapato castellano y español. En el día de Corpus Christi (1640), rebeldes mezclados a segadores entraron en Barcelona dando inicio al Corpus de Sangre de triste memoria, pues los insurrectos ‘se ensañaron contra los funcionarios reales y los castellanos’. Poco después, se sublevaba el reino de Portugal y la propia Andalucía. El rey Felipe IV (1643) autorizaba al conde de Olivares a dejar el gobierno, después de constatar el fracaso de ‘una política audaz de integración hispánica que acabó en un desastre casi total’. Algunos historiadores dicen que esa política ‘estuvo a punto de hundir la monarquía de Felipe IV’ (Joseph Pérez).              
         Así, después de tantas guerras externas y conflictos internos, la sociedad española (mejor dicho, castellanoleonesa) del siglo XVII quedó marcada por los valores aristocráticos y religiosos del siglo anterior. Eran valores típicamente nobiliarios como ‘honor’, ‘dignidad’ etc, reivindicados por todos los estamentos sociales, desde el rey hasta el último lacayo. Los duelos, por ejemplo, llevaban a dirimir cuestiones pueriles mediante la espada. El rechazo a los trabajos manuales considerados por la sociedad como ‘viles’ marcó la sociedad de la época, porque según se decía manchaban el ‘honor’ y la ‘dignidad’ de las personas. Esta mentalidad se apoyaba en los privilegios de la nobleza y del clero. Los privilegios llegaban, incluso hasta el cadalso: los nobles no podían ser ahorcados, no pagaban impuestos, no podían ser encarcelados por deudas… La llamada burguesía española (empresarios y mercaderes), con excepción de algunos hombres de negocios en Cádiz/Sevilla y Barcelona, no poseían mentalidad empresarial para promover el desarrollo económico de la nación. Los dueños del dinero en vez de hacer inversiones productivas en una agricultura modernizada, en un comercio próspero y permanente, en una artesanía de valor de escala internacional etc, apenas buscaban medios de ennoblecerse, adquirir tierras o latifundios improductivos, y vivir a la manera de los nobles - el trabajo para esa gente era ‘deshonroso’, propio de villanos. Evidentemente, esta mentalidad era una triste señal del pesimismo, de la decadencia y descalabro de un país a deriva… Contra esta situación, la cultura española vivió contrastantemente un periodo de auge y brillo sin precedente: es el siglo de oro de la literatura, pintura y artes en general; es sobre todo el apogeo del arte barroco español. Como se decía en las calles de Madrid, ‘la pintura española del barroco es uno de los momentos claves de la pintura mundial’ ej.: Murillo, Zurbarán, Velázquez, Alonso Cano, Ribera. En las letras, brillaron figuras insuperables como Cervantes, Lope de Vega, Calderón de la Barca, Fray Luis de León, santa Teresa de Ávila, san Juan de la Cruz etc. Este texto resume perfectamente el siglo de oro español: ‘durante los siglos XVI/XVII tuvo lugar un importante desarrollo del arte y la cultura en España. Los reyes se convirtieron en mecenas (protectores) de arquitectos, pintores y escultores. Surgen en este momento los más importantes literatos y autores de obras de arte en todos los campos. Por todo ello se ha dado a esta época el nombre de siglo de oro’.   
       El siglo XVIII en España fue marcado por cambios dinásticos y reformas internas: el rey Felipe V (1700/46) era nieto de Luis XIV de Francia. Su reinado fue uno de los más largos de la historia española, y se caracterizó por el mantenimiento de la paz y la neutralidad frente a Francia e Inglaterra, mientras ambas intentaban la alianza con España. El marqués de la Ensenada (de este primer ministro ya hablamos en otro lugar) aprovechó la coyuntura para reconstruir el país internamente. Sin duda, la llegada de los borbones propició importantes cambios en la estructura administrativa: inspirados en el estado absolutista francés se adoptaron diversas medidas centralizadoras para hacer de España un estado más eficaz y dinámico. Prevaleció un nuevo modelo de administración territorial: la división del país en provincias, sustitución de los virreyes por gobernadores generales como gobernadores de las provincias. Se mantuvieron las Audiencias Reales para las cuestiones judiciales y se creó la figura de los intendentes (funcionares encargados de las cuestiones económicas). En los ayuntamientos, se mantuvieron los cargos de alcalde mayor, corregidor y síndicos personeros (elegidos por el pueblo). La administración central consolidó la monarquía absoluta, aboliendo fueros e instituciones propias de la corona de Aragón, aunque se mantuvieron los fueros de Navarra y del País Vasco que apoyaron a Felipe V en la Guerra de Sucesión. Se suprimieron también los Consejos regionales, excepto el de Castilla y León que se convirtió en el gran órgano asesor del rey. La nueva dinastía borbónica intensificó la política regalista, buscando la supremacía y el poder civil sobre la iglesia (control de la inquisición y expulsión de los jesuitas). Hubo intentos de reformar la Hacienda, unificando y racionalizando los impuestos a través del Catastro de Ensenada (1749) en la corona de Castilla: fue un censo de todas las propiedades del reino. También se unificó la moneda - el real.
        La población española se incrementó a lo largo del periodo: el descenso de la mortalidad infantil y una alta natalidad explican esa tendencia. Pero la mayor parte de la población siguió siendo rural: 80% de las personas vivían en el campo. Hubo una profunda reforma en la agricultura basada en la abolición del régimen señorial, la supresión de los mayorazgos y  las polémicas desamortizaciones de Mendizábal y Madoz. Estas medidas liberaron la agricultura, lo que permitió que la tierra circulase libremente y se eliminasen los frenos que impedían una agricultura capitalista dirigida y orientada al mercado exportador. Infelizmente, la mayor parte de la tierra pasó a manos privadas individuales. La propalada desamortización de los bienes y tierras eclesiásticas (1835/36), junto con su nacionalización y posterior venta en pública subasta al mejor postor fue un fracaso total, además de tremendamente injusta. No pagó la deuda pública, no amplió la base social cuestionada por los liberales o ‘progresistas’, y no crió una clase media agraria de campesinos propietarios. Además, creó atritos desnecesarios con la iglesia católica (entonces todopoderosa), y los bienes desamortizados fueron parar en las manos de nobles y burgueses urbanos adinerados con carácter especulativo. Los campesinos no pudieron pujar en las subastas y todos aquellos bienes (dígase de pasaje, de poco valor) tanto los muebles como los inmuebles, fueron destruidos o pararon en muchos basureros, o simplemente fueron quemados por inservibles. La desigualdad social continuó alta en España porque muchos campesinos pobres vieron como los nuevos propietarios burgueses subieron los alquileres. Los resultados de la desamortización explican por qué la nobleza apoyó al liberalismo irresponsable, y por qué los campesinos se tornaron antiliberales (carlistas), al verse engañados y perjudicados por las supuestas reformas. La iglesia quedó desmantelada económicamente de sus bienes; ante tamaña injusticia, el estado se comprometió a subvencionar al clero con un salario irrisorio y miserable.  La otra desamortización de Pascual Madoz afectó a las tierras de los municipios, liquidando de vez con la propiedad amortizada de España. Rotundo fracaso: arruinó a los ayuntamientos que mantenían la instrucción pública, no pagó la eterna deuda del estado, y como era corriente en las actuaciones de los gobiernos liberales acabó perjudicando a los vecinos más pobres porque se vieron privados del aprovechamiento de las tierras comunales y de la iglesia, alquiladas a precios irrisorios. Conclusión: debido al atraso técnico y al desigual reparto de las propiedades de tierra, los graves problemas latifundiarios y la economía española continuaron patinando a lo largo del siglo. Nuestro pueblo, así como la provincia entera de Palencia, acompañó las vicisitudes y desmandes de una época nada lisonjera para las familias palentinas.

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