domingo, 20 de maio de 2012

Prádanos de Ojeda - !era una vez! (1 y 2)

 Prádanos de Ojeda – ¡era una vez! (2)

La palabra origen con el significado de principio, nacimiento, raíz y causa de un pueblo (> conjunto de personas que tienen un origen común), trae esencialmente consigo la noción de patria, y nos coloca delante de un lugar geofísico donde alguien ha nacido o tuvo principio su familia, esto es, de donde provienen los ascendentes históricos (> ancestrales o antepasados más remotos). En realidad, siempre que se habla en origen de un local geográfico surge el momento de reflexión ontológica, (¿no sería mejor decir antropológica?), o sea, no podemos huir a un enfrentamiento de datas, prácticas o sistemas agrarios, guerras y catástrofes naturales. Es necesario, como decía un escritor, manipular equilibradamente nuestra máquina del tiempo: enorme, compleja, muy complicada pero siempre reveladora.  Por otro lado,  la curiosidad y la fuerza del destino nos llevan a querer desvendar el suelo sagrado que nos vio nacer. !Sí, ciertamente es eso! Porque, según dicen los biólogos de plantón litúrgico, nuestro organismo y sus células más vitales se modifican a cada siete años. En realidad, nosotros somos o dejamos de ser en razón de los alimentos que ingerimos a cada día, a cada año, a cada siglo…
       Un ejemplo que viene al caso: en pleno renacimiento (siglos XV/XVI), si quisiésemos visitar la casa de un hidalgo o ricohombre, en España llamado de gotera [>  aquel personaje que gozaba (solo él) de privilegios de hidalguía, de tal manera que los perdía se mudase de domicilio], era preciso usar carruajes o entonces andar muchos quilómetros a pie; los hidalgos españoles tenían sus tierras muy lejos de los centros urbanos, donde eles vivían y moraban espléndidamente y de manera nababesca (> persona que vive con grande lujo), pues eran antes de todo grandes latifundistas. Era común un hidalgo español ser dueño de una casa enorme en medio a un vasto terreno cercado o no de muros/empalizadas, donde se levantaban también las casuchas de los colonos que explotaban los dominios agrícolas del señorío, en general próximos a manantiales de un cierto rango. En el patio de la casa existía un pozo y un abrevadero para los ganados; había habitaciones para los labriegos, caballerizas, establos, canil, pajeras… Y en el fondo, en la mitad de un montículo, se levantaba la casa del señor de todas aquellas tierras (> un latifundio o finca rústica de grande extensión). 
La casa de los hidalgos españoles era más o menos así: en el piso de abajo, estaban las bodegas donde se recogían vinos y sidras; las dispensas que guardaban gorduras, carnes, aceites, velas, maderas, frutos diversos etc; la cocina que era el lugar favorito de la casa, lugar de comida, de conversación, de juegos… Pero había hidalgos que preferían una sala solo para ellos donde se reunía con su numerosa familia. Y no estamos hablando de castillos o fortalezas; estamos observando una casi mansión En las paredes de esta casa señorial, vemos cuadros, emblemas, tapices, blasones y armas, como los que encontramos en los filmes de época. El fogón era de mármol esculpido, una obra de arte. Las camas enormes, tenían dibujos y adornos, aunque los muebles eran bastante sobrios. Entre todos ellos, sobresalía un baúl o arca grande, ricamente trabajada, donde el dueño guardaba ropas, joyas, sombreros etc. Sin embargo, para mantener en funcionamiento aquel solar y las dependencias del señorío, el hidalgo latifundista contaba con unos veinte criados (y también criadas) o más. Generalmente, durante tres meses por año vivía y confabulaba en la corte del reino; otra parte de su tiempo, lo dedicaba a inspeccionar las plantaciones, los rebaños de ovejas (¡en la época, la lana era artículo de grande valor!), los bosques de la hacienda… Y, en cuanto le fuese posible, administraba justicia en sus dominios. Ah, y siempre disponía de tiempo para una buena cazada, una visita a otros hidalgos latifundistas como él y jugaba o participaba de competiciones deportivas. No se olvidaba de escribir algún diario o leer un libro de caballería. Iba religiosamente a misa dominical, pues ayudar a la iglesia o monasterios del pueblo, a veces construidos a sus expensas, siempre fue una buena medida que hacía de él un personaje bien visto delante de sus pares. Una vez que otra, daba una fiesta a la cual comparecían otros hidalgos de renombre.
        Evidentemente, nosotros estamos ‘idealizando’ un hombre poderoso, señor de campos extensos, de sembrados, de rebaños, de bosques etc., pero donde vemos igualmente campesinos con apariencia alegre, siempre dispuestos a cantar y danzar en rondas pueblerinas. Su vida no era totalmente feliz, porque él y la familia pasaban privaciones de toda especie: malas cosechas, hambre y miseria, enfermedades y epidemias, parcos recursos disponibles. La casa del labriego era de adobe o madera -  por veces de piedra, cargada por acémilas y burros de lugares distantes, porque los caballos eran propios de hidalgos. El techo de la casa mostraba vigas ahumadas y a tras de la puerta el labrador colgaba cabestros, látigos, arreos, hoces y otros  objetos de labranza. En el momento de nuestra visita, la mesa aún estaba puesta, con algunos vasos de vino, y pedazos de pan, carne  y tocino… El labriego también  disponía de un baúl donde guardaba la ropa burda de vestir y los utensilios domésticos. Se vestía pobremente, con trajes que no le dificultasen los movimientos del trabajo. Una camisa de paño burdo, una chaqueta ajustada a las caderas por un cinto grosero, unos pantalones amarrados a la rodilla con correas de cuero, un birrete de filtro… Las mujeres usaban tocas, corsé, saya de color negro que llegaba hasta los tobillos y otra por cima. La ropa variaba conforme la profesión desempeñada: podía ser una campesina como el marido o una pastora, por ejemplo, que cuidaba del propio rebaño. Vez por otra, la supuesta aldea o villorrio  se reunía en la casa de un compañero de trabajo para celebrar una buena cosecha, un casamiento, un bautizado… Y no dispensaban una 'rica' conversación sobre el tiempo y los sembrados. De noche, a la luz de velas, las mujeres cosían, los hijos concertaban alguna herramienta o instrumento agrícola, el padre cantaba una copla o simplemente contaba una historia o revelaba el trabajo a ser concluido al día siguiente…
En este viaje que hicimos atravesando el túnel del tiempo durante el renacimiento, debemos aprovechar la luz del día para dar una ojeada en la panadería, en el trabajo de un zapatero remendón, en la carnicería, en la botica, en la tienda de la esquina, en el pequeño comercio de ropa, en el mercado y poco más. Y vamos deprisa porque la noche se aproxima; en nuestra aldea no existe iluminación. Cada labrador tiene su desgastado candil que está pidiendo para ser apagado. Es necesario dormir porque las horas del día siguiente nos están esperando. La máquina del tiempo es inexorable y no puede sorprendernos durmiendo. El mejor despertador es la necesidad de trabajar para poder sobrevivir en un mundo monótono y de pocos divertimientos. A veces solo a los domingos o en el invierno cuando se jugaba a las cartas, a los bolos... Probablemente, esta fue la rutina de millares de campesinos del Norte Palentino. Prádanos vivió estos dos momentos nostálgicos a lo largo de su historia: el señorío de nuestros prados, tal vez en manos de un obispo de nombre Bernardo de Toledo (1035) y su concejo, que tendrían la incumbencia de cuidar de las tierras recibidas, en donación, del rey Sancho III de Navarra, pues los palentinos se destacaron en Las Navas de Tolosa (1212) por su valentía y coraje, según cuenta la Historia de España. Ahora bien: el hidalgo de que hablamos arriba podría ser un obispo, un amigo del rey, un capitán del ejército,  un gran latifundista…Ya el labriego o arrendatario que sembraba cereales y cuidaba de los rebaños, todos nosotros lo conocemos. Y no es necesario ir muy lejos o buscar su perfil en tiempos remotos: pocos años atrás eran relativamente muchos. ¡Hoy son poquísimos!

Prádanos de Ojeda – ¡era una vez! (1)



Por referencias anteriores, sabemos que el mundo de los vacceos no era homogéneo – el linaje superior indicaba la posición social de los individuos en el clan > base estructural de las comunidades tribales vacceas. Usualmente ellos constituían una infinidad de pagi (> pagos): el diccionario español traduce este vocablo como “pueblo pequeño o aldea”, donde determinado distrito posee tierras o heredades de viñas u olivares. Por extensión, aplícase también a la geografía de un lugar en el cual ha nacido o está arraigada una persona. Estos diferentes distritos/aldeas (> demarcaciones en que se subdividían los territorios o poblaciones en la cultura o civilización vaccea) eran gobernados por familias o clanes subalternos. En realidad, podemos decir que en este concepto están incluidos y tienen su origen geográfico (y también antropológico) nuestros municipios castellanos, al menos en torno de la cuenca del Duero. En cada clan había una jefatura, una pequeña pero pujante aristocracia guerrera, y el campesinato (90% de la población) – según las palabras de Julio César, esta clase social no tenía cualquier influencia política en el clan. Y más: aunque teóricamente fuese libre, la mayor parte de este grupo social estaba presa a los trabajos del campo, dependiendo para todos los asuntos – derechos civiles y políticos, funciones publicas y servicios administrativos - de la aristocracia guerrera, así como las mujeres que, potencialmente, podían ser gobernantes, pero estructuralmente la sociedad vaccea siempre fue dominada por hombres. Y no se conocen hasta hoy evidencias convincentes de cualquier institución matriarcal.  Sin embargo, continúa a decirse hasta hoy que los vacceos ‘aceptaban’ ser gobernados por mujeres.
         Los pagi (pagos) > distritos/aldeas se localizaban en colinas o cuestas de media montaña, demarcados por fuertes (fortificaciones) – no necesariamente un castillo, al menos en la provincia de Palencia. Cuando mucho aumentaban la defensa del pagi > distrito/aldea, a través de círculos fortificados y portones más resistentes y sofisticados. Un pagi encontrado al sur de la Inglaterra - ejemplar que se conserva hasta en nuestros días -, presenta una fortificación que fue considerada la ‘capital’ de aquel territorio. Entre nosotros, el fuerte amurallado de Palencia ocupó ese lugar desde tiempos remotísimos, aunque en este caso específico existan controversias, aún no resueltas al agrado de todos. Algunos  pesquisidores sustentan que el topónimo Palencia derivaría del dios [griego] Pallas - y por lo tanto, Palencia sería de fundación griega -,  cuyo significado mais original se traduciría por ‘campos del río [Pisuerga]’, y que otros prefieren interpretar como ‘cerro rocoso’, en alusión a la colina de nombre Otero donde se alza, airoso y protector, nuestro Cristo del Otero (1931), con 30 m de altura, réplica del Cristo del Corcovado (Rio de Janeiro), construido siete años más tarde (1938). En verdad, Pallas en la mitología griega tiene varias acepciones. En la de mayor consenso, Pallas es hijo de Crío y Euribia, y se le considera el ‘dios de la sabiduría’. Así, Palencia sería un topónimo formado por el sustantivo Pallas y el sufijo –encia (-ncia), que forma nombres femeninos abstractos, de significado muy variado, de acuerdo con la base derivativa. Según esta opinión, nuestra capital provincial no sería una fundación vaccea y sí griega.
          Efectivamente, en la Tierra de Campos y contornos – en la Edad Média llegaban a más de 100 km de distancia -, la ‘capital’ siempre estuvo representada por la actual ciudad de Palencia. Sin embargo, con el pasar de los siglos e influencias del comercio mediterráneo, los pagi > distritos/aldeas, teóricamente defendidos por duns (fortificaciones redondas) – estos se destacaban por sus enormes brochs (torres/fortalezas) de piedra -, posteriormente substituidos por edificaciones mejor estructuradas, mayores en tamaño y más convincentes, como torreones de defensa contra los enemigos externos. Estos edificios se transformaron en castros (fortificaciones en colinas), muy comunes en León, Asturias y Cantabria. Recibieron el nombre de oppida > poderosos centros de comercio de longa distancia, colecta de impuestos y tributos, y con almacenes capacitados para abrigar grandes cosechas. Más tarde pasaron a ser civitas donde se construían templos y otros edificios públicos, pero el estado de vida, la apariencia y el vestuario  (hasta los nombres propios) se tornaron romanos. Y aunque construidos en lugares más bajos, los oppida desempañaron las mismas funciones de los duns. Estas nuevas aldeas eran edificadas en las confluencias de ríos, arroyos o cualquier curso de agua. Los oppida, al contrario de los pagi, poseían usualmente murallas bien construidas, de aspecto semiurbano, con instituciones compactas y calles densamente pobladas ej.: el oppida de Numancia, cuyo proyecto se asemejaba a una parrila, aparece con calles bien dispuestas y ordenadas. Este planeamiento urbano era prueba efectiva de que existía una autoridad fuerte y centralizada debido a dos causas internas: el crecimiento demográfico intenso y una agricultura cada vez más eficiente y productiva. En este período histórico, los oppida fueron gobernados por magistrados escogidos entre personas aristocráticas, pero sometidos a una constitución que impedía el monopolio de una sola familia importante. En el siglo I aC, la vida política de los vacceos no difería absolutamente en nada de la vida republicana de Roma.
            La economía, repetimos más una vez, se fundamentaba en una agricultura de subsistencia: en la meseta palentina (al norte), próximo a los bordes de la Tierra de Campos, en regiones o pueblos de geografía más seca, predominaba la agricultura mediterránea de cultivos cerealistas, olivares y viñedos; en lugares más húmedos (cerca de cursos de agua) la creación de ganado (ovino, caprino y equino) era la principal fuente de riqueza. La romanización de la península Ibérica en nada o casi nada modificó las prácticas vacceas. Su populación continuó a hablar la lengua nativa, adoptaba costumbres tradicionales, cultivaba la tierra del mismo modo, y sus gentes eran explotadas por poderosos aristocratas como hacía tiempo. Por su vez, esa pequeña elite abrazó los elementos de un estilo de vida romanizado y, como consecuencia, reorganizó las tierras transformándolas en grandes propiedades agrícolas. Y más: asemejándose a los romanos, construyeron villae, cuya práctica se conservó por muchos y muchos anos. En 1066, la Inglaterra era posiblemente el reino más centralizado de Europa, con poder y posesión de tierras concentradas en las manos de pocos. En España, no fue diferente: la concentración de propiedades de grande extensión permaneció casi hasta nuestros días.
          John Haywood, en su obra Los Celtas (2009), subscribe que las regiones dominadas por la civilización vaccea se caracterizaron por presentarse en forma de mosaicos complejos y centenas de reinos locales y suseranías. Un jefe vacceo normalmente era señor de un thuat  (> pueblo o comunidad), la unidad territorial, política y administrativa entre los vacceos romanizados. El territorio de un thuat podía ser muy pequeño (menos de 160 km²). Cada thuat tenía su capital - usualmente un pequeño fuerte redondo - , una iglesia o un monasterio y un local para ceremonias, en tiempos medievales. La población del thuat era gobernada por un ‘rey’ o jefe da familia más importante. El ‘rey’ era responsable ante la comunidad por las tierras más fértiles y rebaños más bien cuidados. Los clérigos y los poetas instruidos administraban el thuat. En esta época, la rígida jerarquía de la iglesia, con sus diócesis y provincias eclesiásticas, se modeló por la estructura administrativa del imperio Romano. Los obispos eran mirados con gran consideración, en cuanto la iglesia como institución estaba dominada por abadías, monasterios  y parroquias que lideraban la pastoral de conjunto. El monaquismo de manera particular estuvo abierto a hombres y mujeres, pero existió una reluctancia en entregar propiedades a monasterios de mujeres. El monasterio de San Andrés de Arroyo fue una excepción en la Ojeda. En general, los monasterios de una Orden religiosa se agrupaban en parroquias que, al contrario de las diócesis, no se constituían en unidades territoriales; los monasterios de una parroquia podían estar desparramados en la inmensidad del páramo.
         Estos monasterios se tornaron importantes centros de trabajos de artífices (artesanía) y artes visuales, además de ser propietarios de grandes extensiones de tierra, habiendo conventos que enriquecieron con las rendas de los colonos ahora atraídos por esas casas religiosas. De ahí surgieron diversas aldeas junto a sus paredes e iglesias. A finales del siglo IX, algunos conventos más importantes se transformaron en pueblos/ciudades. Como característica marcante de ese monaquismo despuntaba una fuerte tradición de ascetismo, heredado de los padres del desierto. Por eso, con mucha frecuencia, practicaban la soledad completa puesta en andamiento en lugares más alejados y solitarios. Muchas veces, esos monjes colocaban sus destinos en las manos de Dios y vivían en un aislamiento total en tierras deshabitadas e inhóspitas. Y aunque la soledad de esos monasterios fuese real, no era tan lejana a punto de ser procurados por poblaciones que 'andaban como ovejas sin pastor’. La crecente influencia del monacato benedictino, con énfasis en la estabilidad de sus monjes en determinado convento, les prohibía viajar para fuera de sus monasterios, favoreciendo de esta forma el crecimiento de pueblos circunvecinos. Tal vez fue este el caso de Prádanos de Ojeda, según consta en su tradición religiosa y monacal, pues hipotéticamente existieron varias casas religiosas dentro de nuestro perímetro urbano actual. Y casi con certeza, la ermita de san Jorde es apenas algo de lo que sobró de un monasterio benedictino del siglo XII. Caros conterráneos pradanenses: se cada uno de nosotros parar un poco y pensar en nuestros ancestros o antepasados, ciertamente nos depararemos con un montón de monasterios, un mejor que otro, en su estructura arquitectónica. ¿Por acaso alguien coloca en duda esta posibilidad?

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